Regreso a Tierra Santa 9. El final de un viaje

 

[Continúa de Parte 8]

A lo largo del viaje me di cuenta de una constante:
A la pregunta ¿quién lo construyó?, en muchas ocasiones debe contestarse Herodes el Grande.
A la pregunta ¿quién lo destruyó?, la respuesta suele ser un terremoto... o los romanos.
Y a la pregunta ¿cómo lo sabemos?, uno puede responder sin dudar: gracias a la Biblia o a Flavio Josefo.

Es fascinante cómo la historia de un país tan pequeño se sostiene sobre nombres repetidos, capas de civilización apiladas como estratos de memoria, y religiones que crecen como ramas enredadas en un tronco común.

Monte Carmel y los Jardines Baha’i – Haifa

La vista desde el Monte Carmel es de esas que te obligan a guardar silencio aunque no tengas nada que decir. Desde lo alto se despliegan los Jardines Baha’i, un espectáculo de simetría y color que parece desafiar el caos de la historia circundante.

El Bahaísmo, religión que nace en el siglo XIX en Irán, predica la unidad de todos los pueblos y credos. Su profeta, Bahá’u’lláh, fue exiliado y finalmente enterrado aquí, en la ciudad de Acre, no lejos de Haifa.
Los jardines, cuidados al nivel de una obsesión sagrada, son un reflejo visual de su teología: orden, belleza, equilibrio. No se puede entrar, solo observar desde arriba, como si la perfección solo pudiera contemplarse, no habitarse.



Cesarea Marítima 

Construida por Herodes en honor a César Augusto, esta ciudad portuaria fue un derroche de ambición y mármol. Aún se ven los restos del teatro romano, el hipódromo, los mosaicos que resisten el paso del tiempo y el capricho del mar.

Caminar por aquí es como meterse en una ruina viva.
Uno no sabe si está visitando una ciudad del pasado o una advertencia para el futuro.
Todo lo que fue lujo, se convirtió en piedra callada. Y lo más hermoso: todavía huele a sal y conquista.









Yaffo – 

Yaffo (o Jaffa) no es solo un lugar, es un cruce de mitos.
Dicen que desde su puerto partió Jonás antes de su encuentro con la ballena, y que aquí arribaron los cedros del Líbano para construir el Templo de Salomón.
Pero yo vine por algo más terrenal: recuerdos y comida.

El mercado de pulgas ofrece desde antigüedades hasta imitaciones nuevas de cosas viejas.
Compré un par de recuerdos, nada caros pero con ese toque de “esto sobrevivirá a mi memoria”.

La comida árabe fue otra cosa.
Humus con un sabor que ninguna ciudad occidental ha logrado replicar, falafel recién hecho, pan tibio que sabía a casa ajena, pero amable.
Comí mientras el sol caía sobre las piedras doradas y pensé: si este lugar fuera un libro, sería uno de esos que no puedes cerrar aunque ya terminó.



Tel Aviv – 

Tel Aviv por la noche es un contraste absoluto.
Después de días sumergido en historia, ruinas, religión, y preguntas sobre el tiempo… aquí la gente baila. Vive. Come tarde. Hace ruido. Usa ropa que en Jerusalén parecería escándalo.

Y eso también es parte del viaje.
Ver cómo un país puede albergar santos y skaters, arqueólogos y influencers, monjes y DJs, todo en el mismo día.

Caminé por la playa. Pensé en Herodes. En Josefo. En los terremotos.
Y luego pensé en mí.
Y eso también fue una especie de revelación.





Al día siguiente, temprano, emprendí el camino de regreso a casa.
Era mi segundo viaje a Tierra Santa.
Y aunque mi cuerpo volvió, espero — con algo de terquedad y un poco de fe — nunca regresar del todo.

Porque hay lugares que no se visitan.
Se habitan desde lejos.
Y uno aprende a cargar con ellos, como se carga con una idea.
Con peso, sí. Pero también con sentido.


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