Regreso a Tierra Santa 8. Galilea
[Continúa de Parte 7]
A diferencia de los otros hoteles, el desayuno en Tiberiades no me pareció tan maravilloso. O tal vez el buffet, con sus huevos cocidos, pepinos, quesos y ensaladas de tomate con zaatar, ya se había vuelto parte de la rutina. Como tampoco eran extraños los rezos de mi compañero de habitación, Israel, cuyas oraciones matutinas comenzaron siendo un murmullo ajeno y se han ido convirtiendo en parte del paisaje sonoro de cada amanecer.
Hoy seguimos los pasos de Jesús alrededor del Mar de Galilea. Comenzamos con un paseo en barco por las aguas tranquilas del lago —sí, “mar” por tradición, pero lago en cuerpo y alma—. El viento era suave y el sol, aún tímido, se reflejaba sobre la superficie, mientras algunos leían pasajes del Evangelio que describen a Jesús calmando la tormenta o caminando sobre el agua.
Una de las paradas más evocadoras fue el Museo de Genesaret. Allí se encuentra el famoso “bote de Jesús”, un hallazgo arqueológico extraordinario: un bote de madera del siglo I, justo del tiempo en que vivió Jesús. Verlo fue como asomarse por una rendija al pasado, un fragmento flotante de historia que conecta con los relatos del Evangelio más de lo que uno pensaría.
Luego visitamos Magdala, el lugar de María Magdalena. Lo curioso es que las ruinas fueron excavadas por arqueólogos mexicanos. Sí, mexicanos, como yo. Una historia que merece contarse con más detalle y que me dejó con una sensación de orgullo inesperado. El sitio conserva un mikvé (baño ritual) en perfecto estado y una sinagoga del siglo I… probablemente una en la que Jesús predicó.
En lo alto del Monte de las Bienaventuranzas, rodeada de jardines cuidados y con una vista serena del Mar de Galilea, se alza una pequeña y hermosa capilla de planta octagonal, símbolo de las ocho bienaventuranzas proclamadas por Jesús. Al entrar, el silencio envuelve y la brisa se cuela por los ventanales, como si la naturaleza misma quisiera unirse a la oración. Allí, en medio de palmas y bugambilias, con el sol filtrándose entre los árboles, uno comprende por qué este lugar ha sido considerado sagrado durante siglos. Todo invita a la contemplación, a la paz profunda, y a recordar aquellas palabras que, como suaves olas del lago cercano, siguen tocando corazones: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos.”
Cafarnaúm fue otra parada clave. Entramos en la sinagoga blanca, construida sobre una más antigua, tal vez la misma donde Jesús sanó al endemoniado. Muy cerca está la casa que la tradición atribuye a Pedro. Pensar que ahí vivió el primer Papa y que Jesús durmió bajo ese techo sencillo pone los Evangelios en otra perspectiva.
Corazín, en contraste, es hoy una ciudad en ruinas, silenciosa, hecha de piedra basáltica negra. Allí se conserva una silla de piedra que habría sido usada por rabinos. Jesús la menciona entre las ciudades que no se convirtieron a pesar de sus milagros: "¡Ay de ti, Corazin!".
Por la tarde llegamos a Tzipori, o Séforis. Fue una revelación. La ciudad muestra una clara influencia grecorromana: mosaicos, teatro, villas lujosas… Y uno se pregunta, ¿cómo imaginar a los judíos del siglo I como ajenos al mundo helenístico, si vivían en este cruce de caminos culturales? El mosaico de la “Mona Lisa del Galilea” nos dejó boquiabiertos. Parece que el mundo de Jesús fue más cosmopolita de lo que suele retratarse.
Al regresar a Tiberiades, salimos a cenar junto al mar. El aire era tibio, las luces reflejadas en el agua, y el grupo parecía más silencioso que de costumbre. Quizá estábamos todos procesando el peso del día, o tal vez la cercanía de estos lugares con las narraciones que han marcado la historia del mundo simplemente nos dejó sin palabras.
Sea como sea, esta tierra sigue hablando.
[Continúa en Parte 9]
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