Regreso a Tierra Santa 7. Montañas, misticismo y fronteras invisibles
A media mañana, emprendimos camino hacia el norte, rumbo a Safed (Tzfat), una ciudad pequeña encaramada en las montañas de la Galilea, pero con un corazón que late con siglos de sabiduría mística. Es fácil perderse por sus callejuelas empedradas, donde galerías de arte, talleres de calígrafos y estudios de músicos jasídicos conviven con el aroma a incienso y las paredes encaladas.
Recorrimos algunas de sus sinagogas más emblemáticas: la Sinagoga Ari Ashkenazi, con su intenso color azul y su aire silencioso, construida en honor al rabino Isaac Luria, uno de los padres de la cábala moderna; y la Sinagoga Abuhav, de arquitectura sencilla pero poderosa, que guarda manuscritos antiquísimos y un arca sagrada que parece suspendida en el tiempo. Allí, entre bancas de madera y vitrales polvorientos, asistimos a una conferencia sobre la Kabaláh. Fue breve, pero sugerente. Se habló del Ein Sof, la infinitud de Dios, y de cómo la realidad es solo una manifestación de luces veladas que el alma debe aprender a reconocer. Salí de ahí en silencio, como si las palabras no fueran suficientes para lo que acabábamos de tocar con la punta del espíritu.
Después de comer, seguimos rumbo a las Alturas del Golán, esa región escarpada, verde y ventosa, que ha sido objeto de guerras, tensiones y geopolítica compleja desde hace décadas. Desde uno de los miradores se alcanzaba a ver Siria, apenas a unos kilómetros. No hay muros, ni cercas visibles, pero el aire tiene otro peso ahí. Recordamos la Guerra de los Seis Días, cuando Israel ocupó esta zona estratégica. Mirando al otro lado, me sorprendió pensar en lo arbitrario de las fronteras: líneas invisibles dibujadas por mapas, acuerdos y conflictos… y, sin embargo, líneas por las que ha corrido tanta sangre. Me sobrecogió una frase que me repetí en silencio: los límites de Israel, del Medio Oriente y del mundo entero son ficciones... ficciones por las que la gente ha muerto.
Pero no todo fue gravedad. Antes de que el sol cayera, visitamos un viñedo israelí en las colinas del Golán. Rodeados de viñas perfectamente alineadas, degustamos vinos tintos y blancos, muchos de los cuales compiten hoy en día con lo mejor del Mediterráneo. Me sorprendió la complejidad de algunos, cargados de notas terrosas y toques de frutas oscuras. Compré un par de botellas para llevar a casa; pensé en mi familia, en compartir con ellos un sorbo de este viaje.
Ya con el cielo tiñéndose de malva, tomamos el autobús hacia Tiberíades, a orillas del legendario mar de Galilea. Esa noche dormimos ahí, envueltos en el rumor de historias bíblicas y los reflejos lunares sobre el agua. El día había sido largo, pero pleno: del spa flotante a las sinagogas místicas, de los bordes de la guerra a la dulzura del vino. Y, como siempre en estos viajes, con más preguntas que respuestas.
Disfruté mucho leyendo tu experiencia en esa tierra tan fascinante como lo es Israel, no hay duda que viajar es cambiarle la ropa al alma o(≧▽≦)o
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